En 1995 era maestro de música en una escuela privada de un
barrio acomodado de la ciudad de Mendoza y había asumido, desde el área, la
responsabilidad de la musicalización total, en vivo, de los actos escolares.
Nos llevó un tiempo prescindir del caset con la grabación
del Himno Nacional pero, finalmente, estrenamos una versión adaptada al ritmo
de vidala, que se adecúa bastante bien al espíritu de la introducción y la
primera parte del himno. Dado su color telúrico, además de ser muy original,
era tímbrica y prácticamente más accesible que la versión “oficial”, debido a
la dotación instrumental que teníamos con los alumnos de quinto grado, a saber:
seis o siete bombos, para la marcación rítmica; dos teclados, para las notas
fundamentales o bajos; y tres flautas dulces, para la melodía. Resultó un
éxito.
Padres y profesores largamos el moco más de una vez (algunos
solamente se emocionaron), efecto que impactó en los ejecutantes de manera
especial.
Pero (siempre hay un pero), en la siguiente reunión de padres
con el plantel académico de la escuela, una madre de primer grado hizo el
siguiente planteo respecto de nuestra versión del himno: “La escuela, a través
del profesor de música, le ha enseñado a mi hijo una versión distorsionada de
un símbolo patrio. Quiero saber si la misma (por la escuela) se va a encargar
de corregir esa distorsión”.
Fue un golpe inesperado. Apoyado por la dirección
pedagógica, alcancé a argumentar, en mi defensa, que la bandera nacional es
originalmente de tela pero una bandera pintada en un cuaderno escolar o en una
lámina o en la puerta de un baño sigue siendo “la” bandera; “mi” bandera, si ya
he asumido que me representa... Es decir, si de alguna forma “me” simboliza.
La “distorsión simbólica” (el ritmo de vidala) que era
preocupación de la madre –tal vez sólo por la temprana edad de su hijo, en
tanto éste pudiera entender una variación sobre el símbolo como un atributo más
del mismo o tal vez porque un abordaje que no fuera el de la estética militar
le resultaba inadecuado en cualquier circunstancia para la ejecución del himno–
guardaba para los alumnos y el maestro sólo aspectos positivos.
Por un lado, interpretarlo por nosotros mismos (no sobre una
música grabada ni sobre un piano ni sobre una banda) implicaba incorporar otras
impresiones que las que resultan sólo de pararse firmes y cantar. Manipular la
melodía, para los ejecutantes de flauta y teclado, o el ritmo, para los
percusionistas e incluso los cantores, al depender de la sincronización de y
con sus compañeros, les inauguraba una nueva relación con el Himno Nacional
Argentino.
Lo “pasaban por el corazón”, según la feliz expresión de
Eduardo Galeano.
Por otro lado, ejercitábamos y asumíamos como nacional un
ritmo “norteño”, sembrando un dato susceptible de resonar luego en las
sensibilidades ya adultas, para contribuir a identificar un acervo cultural
propio.
Claro que el hecho de que “el planteo” tuviera lugar
revelaba otra situación. En el imaginario social el argumento materno era
atendible según valoraciones que prescriben que lo tradicional, lo instalado y
permanente constituye, en relación a los símbolos establecidos, un valor
positivo que deviene natural y, como tal, no sujeto a revisión. Por oposición,
la variación y el cambio son características o instancias que se perciben como
disvalor.
Pero (siempre se puede agregar un pero) si intentamos
definir el símbolo, tenemos que decir que es siempre una relación con una idea
o un sentir, que a su vez resultan re- presentados por un objeto o acción. Una
vez decantado y constituido, su fuerza consiste en superar la contingencia e
invocar –en este caso, a la Patria– más allá de cualquier otro uso o interés
circunstanciales. Lo trascendental es su contenido inmanente más allá de sus
aspectos formales.
Ahora bien, se trata de una convención social. Cuenta lo
formal y lo relacional. Olvidando cualquier variación, habría que ver si por
ejemplo, la forma fija Himno o Bandera establece las mismas relaciones con y
para todos los integrantes de la sociedad simbolizada.
Si lo fijo y permanente es tanto el objeto/acción como la
relación, tenemos derecho a preguntarnos sobre la profundidad que la
representación simbólica alcanza. ¿Hasta dónde damos por sobreentendida la
significación o el sentido de algo, simplemente porque nos acostumbramos a su
presencia permanente e invariable desde que éramos niños? Por un lado, se corre
el riesgo de confundir al símbolo con el mero objeto/acción que lo representa.
Por el otro, se generaliza, convalida y disimula la condición de simbolización
ficticia.
El himno cantado en una plaza de armas es el mismo que se
ejecuta en la escuela o en un evento deportivo entre naciones y, así sea en la
solemnidad marcial, en la observada atención escolar o entre las pullas y
silbidos de los estadios, en todos los casos será la música que representa e
identifica el sentimiento nacional de los argentinos. O, al menos, de los
argentinos que nos hacemos cargo. Antes que las dotaciones instrumentales y los
contextos, el problema mayor reside en que dicho sentimiento nacional, entre
nosotros, está lejos de ser unívoco.
Ya que mencionamos los eventos deportivos, es notable cómo
ciertos relatores y comentaristas que suelen encarnar(se) en voceros de lo
políticamente correcto han insistido largamente en señalar el “error” de que
los himnos nacionales se ejecuten en las contiendas deportivas internacionales,
argumentando que no se trata de eventos de seriedad suficiente, que, siendo
sólo un juego, no compromete la oficialidad institucional de los países ni se
dirime más conflicto que el que implica ese juego, etc. y que, además, se
presta a la falta de respeto por parte del público.
Argumento falaz por donde se lo mire: condenar el símbolo
sólo a lo suficientemente serio es hacerlo pasado;“desmontarlo” de su potencia en presente, vaciarlo para el
futuro. Por otra parte, ¿cabe esperar a estar en conflicto para entonar el
himno?
Por supuesto que si ello se lleva a cabo en el marco del
reclamo soberano sobre las Islas Malvinas tiene una carga –también un dolor–
diferente. Pero nosotros, Pueblo y Nación, que en absoluto tenemos la ambición
de someter a otro a nuestra voluntad, no podemos suscribir esa pereza mental de
asociar himno con conflicto. ¿No es, de nuevo, remitir al travestido modelo de
Hollywood, donde la gestualidad simbólica presupone siempre una violencia, una
agresión, algún acto bélico destinado (por ellos y para todo el mundo) a ser
relato de héroes y aventuras?
¿Por qué no celebrar, los argentinos, nuestra identidad y
pertenencia no sólo cuando la ocasión lo demande sino, además, cada vez que nos
resulte propicio?
En cuanto a lo de la falta de respeto por parte del público,
es un énfasis sobreactuado, otra afirmación funcional a los fines expuestos, y
abona cierto complejo que confunde respeto con reserva. Como si se quisiera
relegar esa celebración a la esfera de la expresión en privado, contrita,
reprimida y reprimible.
Hoy, felizmente, el himno se corea en distintos espacios y
situaciones, tarareando –no muy sutilmente, convengamos– la hermosa melodía de
introducción, y se toca con todos los instrumentos, y se canta en forma sentida
o a los gritos en cuanta ocasión lo requiere (la dignidad investida es más o
menos solemne según las condiciones, pero no por ello menos respetuosa,
afectuosa y/o festiva, ya que la alegría también se conmemora), quizá porque
ahí reside su verdadero sentido (el del símbolo): en la apropiación activa por
parte de individuos y grupos al sentirse identificados y contenidos. Es
novedoso como práctica social extendida pero el principio, obviamente, es
antiguo.
Cuenta don Atahualpa en “El canto del viento” su excursión
con un baqueano a la Laguna Brava, en la cordillera riojana. Estuvieron tres
días acampados al borde de la laguna y, uno de esos días, el baqueano, de
apellido Cruz, le recuerda que es 25 de Mayo. Entonces, don Ata saca una cuerda
de guitarra que había usado para remendar una alforja y la fija al mango de su
rebenque. Dice él que, mientras tanto, Cruz lo miraba divertido. Don Ata logra
tensar la cuerda y afinar lo suficiente como para tocar las primeras notas del
himno. Entonces el baqueano Cruz, que las reconoce, se pone de pie, serio, y se
cuadra. Y los dos se transportan al paisaje interno que esa melodía ha creado
en sus espíritus.
Esa celebración de pertenencia es, sin dudas, solemne, pero
más por su filiación con la tierra que por cualquier ribete marcial, que, por
lo demás, huelga en ese contexto. Lo intrínseco está sobre la forma.
El ejemplo vale para ilustrar que el momento histórico, los
ámbitos y contextos modifican menos el carácter de los símbolos que nuestra
relación con ellos. Y, más allá de la convención social, esa relación, para todos y para cada uno,
debe verificarse de modo personal.
Durante la dictadura cívico-militar, cantar el himno era
para muchos una imposición, casi como asumir la complicidad en el accionar
represivo y criminal del llamado “Proceso”. Luego, con el advenimiento de la
democracia, la participación en la expresión colectiva no varió demasiado.
Cierta falta de entusiasmo al entonar sus estrofas era hasta natural. Y esto
resulta ahora un signo revelador, un síntoma de la época. Como si los símbolos
llamados “patrios” no evocaran nuestra relación con la Patria sino con los que
se habían apoderado por asalto de su destino, y nos vincularan cada vez con esa
rémora infame.
Esto implica una inconsistencia del símbolo en la relación
con sus simbolizados y/o viceversa. Nobleza obliga, antes de que se nos queme
el rancho en el razonamiento, conviene recordar, según lo ya expresado, que el
sentimiento nacional de los argentinos no es unívoco, seguramente porque es la
idea de patria la que difiere originalmente.
Entre tanta paisanada de a pie o bien montada, que de forma
fidedigna responde antes a un sentimiento de pertenencia que a cualquier tipo o
matiz ideológico, habrán también quienes, en aquella época hayan entonado con
miedo, valor, odio, admiración, etc. el deseo de eternizar los laureles que
supimos conseguir. Sobre todo aquellos que eran conscientes de la traición, de
la nueva entrega de nuestro destino a los filibusteros de siempre. En cambio,
los entregadores, aunque hayan nacido acá y se paren firmes en los actos de
protocolo y entonen la letra, persiguen otra gloria, que dista sideralmente de
la que persiguen los pueblos en busca de su liberación.
En la naturalización estática y paralizante de los símbolos,
el poder conservador tiene una herramienta, también una estrategia, para apelar
a una suerte de sentimiento pueril respecto a la identidad y la pertenencia.
Toda nuestra instrucción escolar está teñida de
extrañamientos. ¿No es legítimo preguntarse cómo influye eso en nuestra
asimilación y percepción de los símbolos patrios?
Lo que podemos afirmar es que, confundida la inmutabilidad
del símbolo con la de nuestra relación (personal, individual y colectiva) con
él, resulta quizá más sencilla la operación de usurpación o sustitución de
sentido.
El anquilosamiento del poder simbólico opera a favor de una
mecánica que aleja o impide el vínculo movilizador del símbolo con lo concreto.
Si no está vivo, no hay mística. Y sin mística no hay “espíritu nacional”
posible.
En esta etapa de poder revolucionario (o reformador, para
los que le bajan el precio) ejercido desde el Estado, lo primero que está en
disputa es el sentido. Se lucha por resignificar la historia porque está viva,
porque no deja de hablarnos y lo hace en y desde lo concreto y también a través
de los símbolos que supimos conseguir (recordar aquello de: Libertad, Libertad,
Libertad) y de lo que estos “consiguen” en nosotros.
Se ejercita una dialéctica pública: desde el Estado hacia el
Pueblo y viceversa. O sea, es “oficial”. Y, entonces, “oficial” adquiere una
nueva semántica: implica anuencia por mayoría; es de todos y para todos los
argentinos.
¿Existe o puede asumirse una oficialidad que contenga las
multiplicidades que nos componen? Ha llegado el tiempo (de terminar) de
construirla. Asumiendo al enemigo, se busca desenredar a los confundidos por
tantos años de cipayaje alentado desde la institucionalidad y combatir con
ejemplar dignidad todo sentimiento entreguista y antinacional. ¿Qué otra cosa
que este orgullo da origen y sentido a nuestros símbolos?
Mientras insistamos en desmantelar el complejo de
referenciarnos en las lógicas culturales de EEUU y Europa y no nos trampeemos
identificándonos con una versión formal de la patria, se puede hablar de una
Nación que se (re) construye con las particularidades de todos: los que
llegaron de los barcos y los naturales de la tierra. En la mezcla, no se
pierden ni se niegan sino que devienen en rasgos identitarios de potencialidad
libertaria, autónoma y soberana, susceptibles de unirnos fácticamente porque
llevamos grabados en espíritu los mismos símbolos y los refrendamos, y porque
los ideales que parieron la patria se fundan día a día, todos los días.