Largaron y el
equipo del Bocha se entremezcló por el medio del pelotón. Eran tres vueltas de cinco kilómetros cada una. Terreno mixto: tierra, asfalto y enripiado. El
punto de llegada, del que acababan de partir, estaba en el medio de la recta de
tierra. Una calle típica de los campos de General Pueyrredón, con una leve pendiente
que posibilitaba ver mejor la aparición de los ciclistas doblando desde el
camino enripiado y observar su desarrollo pasando por la línea de partida y
siguiendo hacia la porción de ruta.
Desde donde me
ubiqué lo pude ver al Bocha alejándose y dándole duro en la subida, con el
cuadro que se le bamboleaba entre las piernas, para apurar un despegue del
pelotón antes de entrar en el asfalto. Era parte de la estrategia del equipo.
El Bocha había comenzado a entrenar ese año. No tenía bicicleta propia y, como según
su padre, era de berretines pasajeros, en la familia no le prestaban mucha atención
a las cosas con las que él se entusiasmaba. El único que lo tomó en serio fue un
viejo que tenía un taller de la bicicletería del centro de Mar del Plata, cuyo
proyecto era hacer de su hijo de 17 años un competidor olímpico. Lo vio llegar
un día con una bicicleta tres “talles más grande” –ya que el Bocha es petiso,
tanto que “Enano” es uno de sus apodos– y lo ignoró. Pero luego “el Enano” se
presentó porfiadamente en los entrenamientos y eso lo ablandó al viejo. Le
ofreció un cuadro chico, azul medio descascarado, que tenía herrumbrándose en
el taller, y le dijo si se animaba a armarse una bicicleta más o menos a
medida. El Bocha se animó y ahora integraba el equipo del taller del viejo que
capitaneaba su joven hijo.
No reconocí al primero
que dobló desde el ripio para agarrar la recta en la que estábamos. Al segundo
sí, era el hijo del viejo. Se fueron sumando y así de lejos, ya no se distinguían
bien las siluetas, pero entreví cercano al grupo que tiraba adelante, al Bocha
y su minibici. Pasaron por la línea con unos veinticinco o treinta metros de ventaja
respecto del pelotón. En cuanto comencé a correr por el costado y de atrás,
dándole gritos de aliento, vi que el Bocha se quedaba. De repente algo pasó que
lo obligó a dejar de pedalear. Miraba para abajo, reconcentrado, tratando de
aferrar algo con la mano derecha cerca del pedal… se le había salido la cadena.
Lo pasaron los del pelotón y unos cuantos más… Ahora su cuadro se inclinaba
para ambos lados del plano, pero no era por el envión que sus piernas le daban
sino, a causa del equilibrio que estaba obligado a conservar mientras trataba
de enganchar la cadena zafada y colocarla de nuevo. El reglamento dice que el
que se baja de la bicicleta queda fuera de carrera. No pedaleó en un trayecto
de más de veinte metros… había seguido con el envión, y con esa terca paciencia
que solía exasperar a todos, hasta lograr por fin, enganchar la cadena con su
dedo índice y hacerla calzar en el dentado del plato. Miró para atrás, le hice
una seña con los dos brazos… estaba antepenúltimo. Embaló de nuevo en soledad, cuando
el pelotón ya agarraba el asfalto.
Seguí alentando y
puteando para mis adentros porque me dolía en el alma la mala leche del Bocha,
con tanto esfuerzo para sobreponerse a las carencias materiales y de las otras...
Me acordé del día que anunció que se tenía que afeitar las piernas, para
cumplir con las exigencias reglamentarias. Ante una caída, la presencia de
pelos en las heridas es absolutamente indeseable, y el Bocha era una suerte de
oso piloso. Estábamos todos en la puerta del baño, los hermanos, la madre y yo
viendo como le sacaba brillo a los muslos con la “trac 2”. Lo gastaron con las
cargadas como es también reglamentario. Yo no, me quedé piola, aunque me reí
bastante festejando los comentarios que el Bocha, a su vez, alentaba.
El viejo ahora, hablaba
con uno de sus ayudantes y con su mujer… especulaban sobre cuántos de los seis
que integraban el equipo habrían quedado en el pelotón y quién o cuáles podían
ir tirando con el pibe entre los de adelante… Yo me cagué –siempre para mis
adentros- en el equipo, y lo putee al Bocha pero como si lo alentara.
Aparecieron de
nuevo… no se veía ahora a nadie suelto. El pelotón había tomado la punta. Los
equipos seguramente especularían conservando las posiciones, hasta llegar al
asfalto para, ahí sí, intentar despegarse encarando la última vuelta. Me estrujé
los ojos mirando hacia la parte más baja, tratando de distinguir en el montón
la figura característica del Bocha, pero no lo conseguí hasta después de que el
pelotón completo pasara por delante de nosotros. Venía pegado con otro, de otro
equipo, a unos cincuenta metros del pelotón. Por atrás solo aparecían
tres más, además de los dos rezagados de la vuelta anterior… O sea que entre
veinticinco corredores el Bocha pasó vigésimo la segunda vuelta. Le largué un
DAAALEEE BOOCHAAA que tenía toda la historia de la infancia compartida, los
acuerdos y las peleas, esa complicidad tácita de primo hermano que nunca se pone
en discusión y que era útil para encarar tropelías y apechugar castigos. Desde
tratar de hacer funcionar a escondidas una moto que nos cansamos de ver
descompuesta en el taller, a “mandar al bombo” en el fulbito a algún agrandado
que nos caía mal, o mandarnos sin permiso a bañarnos en el canal… o robar las
primeras uvas en los viñedos de Enero… o escaparnos catorce kilómetros en
bicicleta al pueblo más cercano… ¡Dale Bocha! seguí diciendo ahora en voz no
muy alta, pero repetidamente…
Cuando los de
adelante ya estaban cerca del asfalto, pude ver que el Bocha se abría bien a la
orilla y volvía a pararse pedaleando sobre el cuadro zigzagueante… ¡Guarda con
el borde blando de la huella! pensé… pero lo perdí. No supimos cuándo ni cómo
dobló.
Después de mi
alarido de aliento, ante el paso sufrido y esforzado del Bocha, el viejo se me
había quedado mirando un rato. Quise chequear si ese interés perduraba, pero ya
estaba en otra cosa. Su mujer me dio una sonrisa llena de ternura. – ¿Sos amigo
del Bochita? dijo – No. Soy el primo… Ahí el viejo me miró de nuevo y como si
estuviera hablándole al Bocha indicó… “Tiene que dejar que tiren todos en el
asfalto pero no perderlos…” Empecé a pensar que el viejo lo consideraba de
verdad al petiso… “Solamente hay que ubicarse en el pelotón en el enripiado y
doscientos metros antes de la última recta atacarlos, pero sin sostener…”
Amagar, pensé… “Que crean que querés y no podés… cuando doblen pegas el sprint
verdadero y ahí veremos cuanto te aguantan esos muslos”
– ¡Y que no se te
salga la puta cadena! – agregué yo, también como hablándole al viento
El primero que
vimos agarrar la tierra firme era el hijo del viejo. La mujer dio un gritito y
el viejo se agarró fuerte los bordes del pantalón en sus piernas, a medida que se agachaba para aguzar la
vista. Yo no lo festejé hasta que el quinto o sexto que vi doblar coincidió
indefectiblemente con la baja altura del cuadrito azul, y las gambas gruesas y
brillantes del Bocha… siempre por afuera, zigzagueando, tirando solo.
Entró segundo,
atrás del capitán de su equipo. El viejo y sus ayudantes dieron gritos y vivas.
La mujer lloraba sonriendo. Yo corrí y lo abracé al Bocha, ahora puteando de
contento y orgullo.
Me acordé de
aquello de los “berretines pasajeros” que contrasté con las recomendaciones del
viejo director del equipo de ciclistas, y me preparé una frase para esa noche
en la mesa familiar, donde les iba a enrostrar a todos ese triunfo del Bocha,
hecho con sacrificio y en silencio, casi en soledad… “Los que no te apoyan
porque no acuerdan con lo que querés, simplifican argumentando que no podés”
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