miércoles, 5 de septiembre de 2018

¡Dale BOCHA!


Largaron y el equipo del Bocha se entremezcló por el medio del pelotón. Eran tres vueltas de cinco kilómetros cada una. Terreno mixto: tierra, asfalto y enripiado. El punto de llegada, del que acababan de partir, estaba en el medio de la recta de tierra. Una calle típica de los campos de General Pueyrredón, con una leve pendiente que posibilitaba ver mejor la aparición de los ciclistas doblando desde el camino enripiado y observar su desarrollo pasando por la línea de partida y siguiendo hacia la porción de ruta.

Desde donde me ubiqué lo pude ver al Bocha alejándose y dándole duro en la subida, con el cuadro que se le bamboleaba entre las piernas, para apurar un despegue del pelotón antes de entrar en el asfalto. Era parte de la estrategia del equipo. El Bocha había comenzado a entrenar ese año. No tenía bicicleta propia y, como según su padre, era de berretines pasajeros, en la familia no le prestaban mucha atención a las cosas con las que él se entusiasmaba. El único que lo tomó en serio fue un viejo que tenía un taller de la bicicletería del centro de Mar del Plata, cuyo proyecto era hacer de su hijo de 17 años un competidor olímpico. Lo vio llegar un día con una bicicleta tres “talles más grande” –ya que el Bocha es petiso, tanto que “Enano” es uno de sus apodos– y lo ignoró. Pero luego “el Enano” se presentó porfiadamente en los entrenamientos y eso lo ablandó al viejo. Le ofreció un cuadro chico, azul medio descascarado, que tenía herrumbrándose en el taller, y le dijo si se animaba a armarse una bicicleta más o menos a medida. El Bocha se animó y ahora integraba el equipo del taller del viejo que capitaneaba su joven hijo.

No reconocí al primero que dobló desde el ripio para agarrar la recta en la que estábamos. Al segundo sí, era el hijo del viejo. Se fueron sumando y así de lejos, ya no se distinguían bien las siluetas, pero entreví cercano al grupo que tiraba adelante, al Bocha y su minibici. Pasaron por la línea con unos veinticinco o treinta metros de ventaja respecto del pelotón. En cuanto comencé a correr por el costado y de atrás, dándole gritos de aliento, vi que el Bocha se quedaba. De repente algo pasó que lo obligó a dejar de pedalear. Miraba para abajo, reconcentrado, tratando de aferrar algo con la mano derecha cerca del pedal… se le había salido la cadena. Lo pasaron los del pelotón y unos cuantos más… Ahora su cuadro se inclinaba para ambos lados del plano, pero no era por el envión que sus piernas le daban sino, a causa del equilibrio que estaba obligado a conservar mientras trataba de enganchar la cadena zafada y colocarla de nuevo. El reglamento dice que el que se baja de la bicicleta queda fuera de carrera. No pedaleó en un trayecto de más de veinte metros… había seguido con el envión, y con esa terca paciencia que solía exasperar a todos, hasta lograr por fin, enganchar la cadena con su dedo índice y hacerla calzar en el dentado del plato. Miró para atrás, le hice una seña con los dos brazos… estaba antepenúltimo. Embaló de nuevo en soledad, cuando el pelotón ya agarraba el asfalto.

Seguí alentando y puteando para mis adentros porque me dolía en el alma la mala leche del Bocha, con tanto esfuerzo para sobreponerse a las carencias materiales y de las otras... Me acordé del día que anunció que se tenía que afeitar las piernas, para cumplir con las exigencias reglamentarias. Ante una caída, la presencia de pelos en las heridas es absolutamente indeseable, y el Bocha era una suerte de oso piloso. Estábamos todos en la puerta del baño, los hermanos, la madre y yo viendo como le sacaba brillo a los muslos con la “trac 2”. Lo gastaron con las cargadas como es también reglamentario. Yo no, me quedé piola, aunque me reí bastante festejando los comentarios que el Bocha, a su vez, alentaba.

El viejo ahora, hablaba con uno de sus ayudantes y con su mujer… especulaban sobre cuántos de los seis que integraban el equipo habrían quedado en el pelotón y quién o cuáles podían ir tirando con el pibe entre los de adelante… Yo me cagué –siempre para mis adentros- en el equipo, y lo putee al Bocha pero como si lo alentara.

Aparecieron de nuevo… no se veía ahora a nadie suelto. El pelotón había tomado la punta. Los equipos seguramente especularían conservando las posiciones, hasta llegar al asfalto para, ahí sí, intentar despegarse encarando la última vuelta. Me estrujé los ojos mirando hacia la parte más baja, tratando de distinguir en el montón la figura característica del Bocha, pero no lo conseguí hasta después de que el pelotón completo pasara por delante de nosotros. Venía pegado con otro, de otro equipo, a unos cincuenta metros del pelotón. Por atrás solo aparecían tres más, además de los dos rezagados de la vuelta anterior… O sea que entre veinticinco corredores el Bocha pasó vigésimo la segunda vuelta. Le largué un DAAALEEE BOOCHAAA que tenía toda la historia de la infancia compartida, los acuerdos y las peleas, esa complicidad tácita de primo hermano que nunca se pone en discusión y que era útil para encarar tropelías y apechugar castigos. Desde tratar de hacer funcionar a escondidas una moto que nos cansamos de ver descompuesta en el taller, a “mandar al bombo” en el fulbito a algún agrandado que nos caía mal, o mandarnos sin permiso a bañarnos en el canal… o robar las primeras uvas en los viñedos de Enero… o escaparnos catorce kilómetros en bicicleta al pueblo más cercano… ¡Dale Bocha! seguí diciendo ahora en voz no muy alta, pero repetidamente…
Cuando los de adelante ya estaban cerca del asfalto, pude ver que el Bocha se abría bien a la orilla y volvía a pararse pedaleando sobre el cuadro zigzagueante… ¡Guarda con el borde blando de la huella! pensé… pero lo perdí. No supimos cuándo ni cómo dobló.

Después de mi alarido de aliento, ante el paso sufrido y esforzado del Bocha, el viejo se me había quedado mirando un rato. Quise chequear si ese interés perduraba, pero ya estaba en otra cosa. Su mujer me dio una sonrisa llena de ternura. – ¿Sos amigo del Bochita? dijo – No. Soy el primo… Ahí el viejo me miró de nuevo y como si estuviera hablándole al Bocha indicó… “Tiene que dejar que tiren todos en el asfalto pero no perderlos…” Empecé a pensar que el viejo lo consideraba de verdad al petiso… “Solamente hay que ubicarse en el pelotón en el enripiado y doscientos metros antes de la última recta atacarlos, pero sin sostener…” Amagar, pensé… “Que crean que querés y no podés… cuando doblen pegas el sprint verdadero y ahí veremos cuanto te aguantan esos muslos”
– ¡Y que no se te salga la puta cadena! – agregué yo, también como hablándole al viento

El primero que vimos agarrar la tierra firme era el hijo del viejo. La mujer dio un gritito y el viejo se agarró fuerte los bordes del pantalón en sus piernas,  a medida que se agachaba para aguzar la vista. Yo no lo festejé hasta que el quinto o sexto que vi doblar coincidió indefectiblemente con la baja altura del cuadrito azul, y las gambas gruesas y brillantes del Bocha… siempre por afuera, zigzagueando, tirando solo.

Entró segundo, atrás del capitán de su equipo. El viejo y sus ayudantes dieron gritos y vivas. La mujer lloraba sonriendo. Yo corrí y lo abracé al Bocha, ahora puteando de contento y orgullo.
Me acordé de aquello de los “berretines pasajeros” que contrasté con las recomendaciones del viejo director del equipo de ciclistas, y me preparé una frase para esa noche en la mesa familiar, donde les iba a enrostrar a todos ese triunfo del Bocha, hecho con sacrificio y en silencio, casi en soledad… “Los que no te apoyan porque no acuerdan con lo que querés, simplifican argumentando que no podés”