jueves, 18 de marzo de 2021

Estamos en TRAMA AL SUR

¡Gracias a Gustavo Carbonell estamos en el canal social latinoamericano!

TRAMA AL SUR

UN CANAL SOCIAL LATINOAMERICANO impulsado por organizaciones sociales, sindicatos de trabajadores, colectivos de artistas y medios de comunicación comunitaria desde el sur de América.

"Proponemos visibilizar y amplificar en la región todas aquellas experiencias sociales que son silenciadas por los grandes medios de comunicación hegemónicos.
En el medio de un cerco mediático hecho a la medida de los sectores más conservadores y reaccionarios de nuestras sociedades, podemos y debemos desde nuestra Latinoamérica, desde nuestras racionalidades y subjetividades múltiples y diversas, aportar espacios de resistencia a la dominante lógica economicista explotadora.
Procuramos desde una concepción diferente a los moldes de moda, ser expresión colectiva convergente de aquellos problemas de nuestras realidades al sur, que necesitan pensarse más allá de la inmediatez y el mediano plazo."

(Abajo el enlace con la columna "Incurables" y el tema musical que la acompaña)

viernes, 12 de marzo de 2021

Símbolos y simbolizados

 En 1995 era maestro de música en una escuela privada de un barrio acomodado de la ciudad de Mendoza y había asumido, desde el área, la responsabilidad de la musicalización total, en vivo, de los actos escolares.

Nos llevó un tiempo prescindir del caset con la grabación del Himno Nacional pero, finalmente, estrenamos una versión adaptada al ritmo de vidala, que se adecúa bastante bien al espíritu de la introducción y la primera parte del himno. Dado su color telúrico, además de ser muy original, era tímbrica y prácticamente más accesible que la versión “oficial”, debido a la dotación instrumental que teníamos con los alumnos de quinto grado, a saber: seis o siete bombos, para la marcación rítmica; dos teclados, para las notas fundamentales o bajos; y tres flautas dulces, para la melodía. Resultó un éxito.

Padres y profesores largamos el moco más de una vez (algunos solamente se emocionaron), efecto que impactó en los ejecutantes de manera especial.

 Pero (siempre hay un pero), en la siguiente reunión de padres con el plantel académico de la escuela, una madre de primer grado hizo el siguiente planteo respecto de nuestra versión del himno: “La escuela, a través del profesor de música, le ha enseñado a mi hijo una versión distorsionada de un símbolo patrio. Quiero saber si la misma (por la escuela) se va a encargar de corregir esa distorsión”.

Fue un golpe inesperado. Apoyado por la dirección pedagógica, alcancé a argumentar, en mi defensa, que la bandera nacional es originalmente de tela pero una bandera pintada en un cuaderno escolar o en una lámina o en la puerta de un baño sigue siendo “la” bandera; “mi” bandera, si ya he asumido que me representa... Es decir, si de alguna forma “me” simboliza.

La “distorsión simbólica” (el ritmo de vidala) que era preocupación de la madre –tal vez sólo por la temprana edad de su hijo, en tanto éste pudiera entender una variación sobre el símbolo como un atributo más del mismo o tal vez porque un abordaje que no fuera el de la estética militar le resultaba inadecuado en cualquier circunstancia para la ejecución del himno– guardaba para los alumnos y el maestro sólo aspectos positivos.

Por un lado, interpretarlo por nosotros mismos (no sobre una música grabada ni sobre un piano ni sobre una banda) implicaba incorporar otras impresiones que las que resultan sólo de pararse firmes y cantar. Manipular la melodía, para los ejecutantes de flauta y teclado, o el ritmo, para los percusionistas e incluso los cantores, al depender de la sincronización de y con sus compañeros, les inauguraba una nueva relación con el Himno Nacional Argentino.

 Lo “pasaban por el corazón”, según la feliz expresión de Eduardo Galeano.

Por otro lado, ejercitábamos y asumíamos como nacional un ritmo “norteño”, sembrando un dato susceptible de resonar luego en las sensibilidades ya adultas, para contribuir a identificar un acervo cultural propio.

Claro que el hecho de que “el planteo” tuviera lugar revelaba otra situación. En el imaginario social el argumento materno era atendible según valoraciones que prescriben que lo tradicional, lo instalado y permanente constituye, en relación a los símbolos establecidos, un valor positivo que deviene natural y, como tal, no sujeto a revisión. Por oposición, la variación y el cambio son características o instancias que se perciben como disvalor.

Pero (siempre se puede agregar un pero) si intentamos definir el símbolo, tenemos que decir que es siempre una relación con una idea o un sentir, que a su vez resultan re- presentados por un objeto o acción. Una vez decantado y constituido, su fuerza consiste en superar la contingencia e invocar –en este caso, a la Patria– más allá de cualquier otro uso o interés circunstanciales. Lo trascendental es su contenido inmanente más allá de sus aspectos formales.

Ahora bien, se trata de una convención social. Cuenta lo formal y lo relacional. Olvidando cualquier variación, habría que ver si por ejemplo, la forma fija Himno o Bandera establece las mismas relaciones con y para todos los integrantes de la sociedad simbolizada.

Si lo fijo y permanente es tanto el objeto/acción como la relación, tenemos derecho a preguntarnos sobre la profundidad que la representación simbólica alcanza. ¿Hasta dónde damos por sobreentendida la significación o el sentido de algo, simplemente porque nos acostumbramos a su presencia permanente e invariable desde que éramos niños? Por un lado, se corre el riesgo de confundir al símbolo con el mero objeto/acción que lo representa. Por el otro, se generaliza, convalida y disimula la condición de simbolización ficticia.

El himno cantado en una plaza de armas es el mismo que se ejecuta en la escuela o en un evento deportivo entre naciones y, así sea en la solemnidad marcial, en la observada atención escolar o entre las pullas y silbidos de los estadios, en todos los casos será la música que representa e identifica el sentimiento nacional de los argentinos. O, al menos, de los argentinos que nos hacemos cargo. Antes que las dotaciones instrumentales y los contextos, el problema mayor reside en que dicho sentimiento nacional, entre nosotros, está lejos de ser unívoco.

Ya que mencionamos los eventos deportivos, es notable cómo ciertos relatores y comentaristas que suelen encarnar(se) en voceros de lo políticamente correcto han insistido largamente en señalar el “error” de que los himnos nacionales se ejecuten en las contiendas deportivas internacionales, argumentando que no se trata de eventos de seriedad suficiente, que, siendo sólo un juego, no compromete la oficialidad institucional de los países ni se dirime más conflicto que el que implica ese juego, etc. y que, además, se presta a la falta de respeto por parte del público.

Argumento falaz por donde se lo mire: condenar el símbolo sólo a lo suficientemente serio es hacerlo pasado;“desmontarlo” de su potencia en presente, vaciarlo para el futuro. Por otra parte, ¿cabe esperar a estar en conflicto para entonar el himno?

Por supuesto que si ello se lleva a cabo en el marco del reclamo soberano sobre las Islas Malvinas tiene una carga –también un dolor– diferente. Pero nosotros, Pueblo y Nación, que en absoluto tenemos la ambición de someter a otro a nuestra voluntad, no podemos suscribir esa pereza mental de asociar himno con conflicto. ¿No es, de nuevo, remitir al travestido modelo de Hollywood, donde la gestualidad simbólica presupone siempre una violencia, una agresión, algún acto bélico destinado (por ellos y para todo el mundo) a ser relato de héroes y aventuras?

¿Por qué no celebrar, los argentinos, nuestra identidad y pertenencia no sólo cuando la ocasión lo demande sino, además, cada vez que nos resulte propicio?

En cuanto a lo de la falta de respeto por parte del público, es un énfasis sobreactuado, otra afirmación funcional a los fines expuestos, y abona cierto complejo que confunde respeto con reserva. Como si se quisiera relegar esa celebración a la esfera de la expresión en privado, contrita, reprimida y reprimible.

Hoy, felizmente, el himno se corea en distintos espacios y situaciones, tarareando –no muy sutilmente, convengamos– la hermosa melodía de introducción, y se toca con todos los instrumentos, y se canta en forma sentida o a los gritos en cuanta ocasión lo requiere (la dignidad investida es más o menos solemne según las condiciones, pero no por ello menos respetuosa, afectuosa y/o festiva, ya que la alegría también se conmemora), quizá porque ahí reside su verdadero sentido (el del símbolo): en la apropiación activa por parte de individuos y grupos al sentirse identificados y contenidos. Es novedoso como práctica social extendida pero el principio, obviamente, es antiguo.

Cuenta don Atahualpa en “El canto del viento” su excursión con un baqueano a la Laguna Brava, en la cordillera riojana. Estuvieron tres días acampados al borde de la laguna y, uno de esos días, el baqueano, de apellido Cruz, le recuerda que es 25 de Mayo. Entonces, don Ata saca una cuerda de guitarra que había usado para remendar una alforja y la fija al mango de su rebenque. Dice él que, mientras tanto, Cruz lo miraba divertido. Don Ata logra tensar la cuerda y afinar lo suficiente como para tocar las primeras notas del himno. Entonces el baqueano Cruz, que las reconoce, se pone de pie, serio, y se cuadra. Y los dos se transportan al paisaje interno que esa melodía ha creado en sus espíritus.

Esa celebración de pertenencia es, sin dudas, solemne, pero más por su filiación con la tierra que por cualquier ribete marcial, que, por lo demás, huelga en ese contexto. Lo intrínseco está sobre la forma.

El ejemplo vale para ilustrar que el momento histórico, los ámbitos y contextos modifican menos el carácter de los símbolos que nuestra relación con ellos. Y, más allá de la convención social, esa relación, para todos y para cada uno, debe verificarse de modo personal.

Durante la dictadura cívico-militar, cantar el himno era para muchos una imposición, casi como asumir la complicidad en el accionar represivo y criminal del llamado “Proceso”. Luego, con el advenimiento de la democracia, la participación en la expresión colectiva no varió demasiado. Cierta falta de entusiasmo al entonar sus estrofas era hasta natural. Y esto resulta ahora un signo revelador, un síntoma de la época. Como si los símbolos llamados “patrios” no evocaran nuestra relación con la Patria sino con los que se habían apoderado por asalto de su destino, y nos vincularan cada vez con esa rémora infame.

Esto implica una inconsistencia del símbolo en la relación con sus simbolizados y/o viceversa. Nobleza obliga, antes de que se nos queme el rancho en el razonamiento, conviene recordar, según lo ya expresado, que el sentimiento nacional de los argentinos no es unívoco, seguramente porque es la idea de patria la que difiere originalmente.

Entre tanta paisanada de a pie o bien montada, que de forma fidedigna responde antes a un sentimiento de pertenencia que a cualquier tipo o matiz ideológico, habrán también quienes, en aquella época hayan entonado con miedo, valor, odio, admiración, etc. el deseo de eternizar los laureles que supimos conseguir. Sobre todo aquellos que eran conscientes de la traición, de la nueva entrega de nuestro destino a los filibusteros de siempre. En cambio, los entregadores, aunque hayan nacido acá y se paren firmes en los actos de protocolo y entonen la letra, persiguen otra gloria, que dista sideralmente de la que persiguen los pueblos en busca de su liberación.

En la naturalización estática y paralizante de los símbolos, el poder conservador tiene una herramienta, también una estrategia, para apelar a una suerte de sentimiento pueril respecto a la identidad y la pertenencia.

Toda nuestra instrucción escolar está teñida de extrañamientos. ¿No es legítimo preguntarse cómo influye eso en nuestra asimilación y percepción de los símbolos patrios?

Lo que podemos afirmar es que, confundida la inmutabilidad del símbolo con la de nuestra relación (personal, individual y colectiva) con él, resulta quizá más sencilla la operación de usurpación o sustitución de sentido.

El anquilosamiento del poder simbólico opera a favor de una mecánica que aleja o impide el vínculo movilizador del símbolo con lo concreto. Si no está vivo, no hay mística. Y sin mística no hay “espíritu nacional” posible.

En esta etapa de poder revolucionario (o reformador, para los que le bajan el precio) ejercido desde el Estado, lo primero que está en disputa es el sentido. Se lucha por resignificar la historia porque está viva, porque no deja de hablarnos y lo hace en y desde lo concreto y también a través de los símbolos que supimos conseguir (recordar aquello de: Libertad, Libertad, Libertad) y de lo que estos “consiguen” en nosotros.

Se ejercita una dialéctica pública: desde el Estado hacia el Pueblo y viceversa. O sea, es “oficial”. Y, entonces, “oficial” adquiere una nueva semántica: implica anuencia por mayoría; es de todos y para todos los argentinos.

¿Existe o puede asumirse una oficialidad que contenga las multiplicidades que nos componen? Ha llegado el tiempo (de terminar) de construirla. Asumiendo al enemigo, se busca desenredar a los confundidos por tantos años de cipayaje alentado desde la institucionalidad y combatir con ejemplar dignidad todo sentimiento entreguista y antinacional. ¿Qué otra cosa que este orgullo da origen y sentido a nuestros símbolos?

Mientras insistamos en desmantelar el complejo de referenciarnos en las lógicas culturales de EEUU y Europa y no nos trampeemos identificándonos con una versión formal de la patria, se puede hablar de una Nación que se (re) construye con las particularidades de todos: los que llegaron de los barcos y los naturales de la tierra. En la mezcla, no se pierden ni se niegan sino que devienen en rasgos identitarios de potencialidad libertaria, autónoma y soberana, susceptibles de unirnos fácticamente porque llevamos grabados en espíritu los mismos símbolos y los refrendamos, y porque los ideales que parieron la patria se fundan día a día, todos los días.

miércoles, 10 de marzo de 2021

Estética del laburante (completo)

I.- De la tarea y la herramienta

Mi abuelo solía decir: “El que tiene la herramienta tiene la mitad del trabajo hecho”. Frase que, a fuerza de escuchar repetidas veces, fui absorbiendo como una máxima. Recuerdo que al principio me parecía un recurso (un argumento) para entretenerse en algo que no fuera el trabajo concreto. Tal vez, algo de eso había, pero creo que no le escatimaba esfuerzo ni tiempo a la idea de producir una herramienta que facilitara, simplificara o sintetizara una serie de procesos, sabiendo que esa dedicación redundaría en ahorro de energía y tiempo cuando se acertara con la herramienta adecuada.

Hijo de inmigrantes que cambiaron de patria pero no de condición, engendrado en Italia y parido en Argentina en 1910, mi abuelo se hizo solo –una vez que zafó del contrato en que trabajaban él, su padre, su madre, sus cinco hermanas y sus dos hermanos por el mismo porcentaje– en un lugar llamado La Vasconia, en el sur de la provincia de Mendoza.

Los “contratos” eran parcelas de tierra cedidas “al tanto” a un “contratista” y su familia. Suerte de semi-esclavitud legal que recién se morigeró un poco con la aplicación del Estatuto del Peón que Perón sancionó en 1944. Y digo “un poco” porque todavía en mi infancia los niños nacidos de un contratista solían trabajar sin salario y a destajo. No sé si aún no suceda…

Pero el viejo no esperó tanto. Se las arregló por su cuenta el día que le regaló al capataz de la firma un juego de aperos de cuero trenzado. El hombre quedó tan impresionado con la calidad del trabajo manual que evidenciaba la “artesanía”, que le ofreció: “Pedime lo que quieras, Agustín”. Y Agustín, el viejo, mi abuelo, con 18 años recién cumplidos, le pidió: “Sáqueme del contrato, déjeme ser peón”. Con ese artilugio de favor, empezó a trabajar por la propia y pudo sumar unos pesos extra al magro porcentaje anual con el que se tenía que arreglar la familia.

Del despliegue de esfuerzos en distintas actividades y de una considerable cuota de ingenio, más el tiempo necesario para ensayar a prueba y error, y su voluntad para persistir hasta concretar algo que satisficiera su magín, supongo yo que mi abuelo fue amasando y consolidando la máxima de la que sus descendientes nos apropiamos gustosos.

Más acá en el tiempo, ya en la ciudad de Buenos Aires, y en oportunidad de una de las tantas mudanzas que he realizado, topé con un plomero y gasista: el correntino Hugo, tales sus señas y matrícula, que llegó al nuevo domicilio para poner en funciones una cocina un tanto destartalada y un calefón nuevo, y arreglar unas cuantas canillas “lloronas”. Hugo pasó un sábado a mediodía, vestido de fin de semana y con un bolsito casi de dama, lo que mi vieja llamaría un “neceser”; evaluó lo que tenía que hacer y anunció que volvía a la tarde. Efectivamente, a la tardecita volvió con la misma pinta y el mismo bolsito. Ante mi sorpresa y satisfacción, con una “pico de loro” y un destornillador, más una aguja fina que me pidió, arregló todo lo que tenía que arreglar, y en tiempo record. No pude menos que comentarle que era el plomero más “liviano” que había visto, aludiendo a su inexistente caja de herramientas. A lo que el tocayo contestó: “El que sabe trabajar, trabaja hasta con un lazo”, y me dejó de una pieza, compuesto como las canillas que ya no lloraban y pensando, por oposición, en la máxima familiar.

En realidad, lo primero que me evocó la frase del correntino –pronunciada también como una máxima, pero desafiante y (auto) suficiente– fue el vínculo que el indio estableció con el caballo traído por los conquistadores. Los fines eran los mismos o similares. La diferencia era estética. El radical contraste estaba en la relación entre los términos. Donde el europeo tenía un medio o un instrumento sometido por castigo, el indio encontró un aliado a domesticar a través del cariño y la convivencia. Un caballo amansado por el indio era capaz de cosas que el común de los jinetes españoles no podía imaginar. En tanto, un caballo de la “civilización” era prácticamente inútil para el indio: lleno de cosquillas y “miedos”, y casi un ciego para el variado suelo de estas pampas.

 

 II.- De los lemas encontrados

Si uno trata de evidenciar lo que la sabiduría popular sintetiza en sus sentencias, tiene que hurgar en lo aprehendido y el correspondiente acuerdo que lo identifica. Desmenucemos, entonces, las posibles inferencias de cada frase.

Tienen en común la aceptación sin discusión de la ne- cesidad de trabajar. Aunque del primero se desprende una intención industriosa y positivista, el trabajo está presenta- do como algo agotador que habría que sacarse cuanto antes de encima. El ingenio le apunta a encontrar los medios que le mengüen la tarea al cuerpo humano: hay como una búsqueda del bien general, pues la representación social enuncia –ya se dijo– la necesidad del trabajo. De un modo generalizado, “todos tenemos que trabajar”, pero “el que tiene la herramienta” particulariza, es un privilegiado. Subyace en la frase de mi abuelo la mano de obra explotada al servicio de la producción de materias primas (de la que él emerge). No parte de un país industrializado. Más bien esboza –de una forma pueril, si se quiere– el deseo o la intención del advenimiento de la “industria” aplicada.

Se puede aun ir más lejos: en la ponderación del existir de la herramienta se evidencia su presencia insuficiente. Está merituada como una rareza, lo que no debe extrañar, por el contexto de la época del país, cuando el perfil agro exportador era excluyente: el “granero del mundo” no estaba interesado en desarrollar la maquinaria capaz de hacerlo industrialmente autosuficiente.

En el segundo refrán o “lema” (como más le gustaría a su enunciador), el acento está puesto en la habilidad personal. Ese alarde: “hasta con un lazo”, esconde o niega cualquier posible adversidad y/o carencia. Como canta mi amigo Sergio Lobo, “se hace con lo que tenemos”.

“Todos tenemos que trabajar”, pero acá el trabajo está acotado a una actividad técnica manual que no demanda necesariamente el agotamiento de la fuerza física. Plantea- do como un desafío de habilidad, es familiar del popular adagio: más vale maña que fuerza. Hay una jactancia de un saber determinado, y el que no (lo) sabe es un inútil, por más que disponga de la herramienta adecuada.

Esa autoafirmación en la carencia asumida evidencia también un contexto: este Hugo, correntino y plomero improvisado, fue antes un obrero que la “modernización del estado” dejó en la calle en los ’90, cuando los enunciados desde la superestructura lo estigmatizaron como “mano de obra no calificada”. Una patraña vil, ejecutada desde el poder gracias a una traición ominosa. Guarda una paradoja: el saber técnico ha debido absorberse en tiempos de la herramienta rudimentaria; y, condenada su evolución a ese nivel, lo que no dejó de “avanzar” es la pericia de la mano humana. La “maña” se renueva permanentemente. Nuestro “lo atamos con alambre” suple, aunque precariamente, una carencia. Sólo lo valoran negativamente los responsables de la dependencia y sus adscriptos.

Entonces, antes que oponerse, más parece que estas máximas se complementan. El matiz está en el punto cero.

 El correntino piensa a partir de su destreza. Es todo lo que tiene, lo que le dejaron. Su capital es su saber personal. La máxima de mi abuelo parte de un punto donde se dispone de cierta ingeniería, de saberes (a veces, pero no necesariamente) más amplios y repartidos, susceptibles de ser aplicados. Y es a partir de esa “posible aplicación” que surge el “lazo” de mi abuelo, el alarde velado: el que puede desarrollar la herramienta se gana su dispensa; el que no, se sigue deslomando.

Pero ambos refranes tienen en común algo que minimiza cualquier posible diferencia: evidencian el traumático (no) desarrollo de la industria nacional, sistemáticamente suplantado por importación de tecnología. Lo que implica una renuncia no sólo a la producción de hipotéticas maquinarias sino, también, al desarrollo del pensamiento y el saber propios del conjunto social que compone un país.

De esta argucia se valieron los países desarrollados para liderar el avance del capitalismo occidental, homologando una ideología a través de una lógica (la del progreso) e iniciando la colonización subjetiva que, en principio solapadamente y luego desembozadamente, trató de sepultar las diferencias culturales preexistentes. Porque la importación de tecnología involucra también las herramientas correspondientes y los respectivos manuales de instalación, con sus instrucciones de uso. Los avances y saberes técnicos que esto constituye forman parte del discurso progresista, en tanto implican un adelanto tecnológico, pero, combinados con una conducta antinacional, devienen algo profundamente reaccionario, en tanto coadyuvan e instalan una dependencia.

 De este modo, el avance tecnológico de origen forastero se vuelve una bandera para la dominación pacífica de los países más pobres y empobrecidos, cuya colonización mental se completa y perpetúa cuando la industria “desarrollada” del espectáculo (o el Entertainment, como le llaman ellos) elabora íconos y símbolos “para la humanidad” con parámetros que apenas identifican una porción de la cultura de una parte del mundo. La renuncia a la soberanía cultural deviene “natural” y la entrega se perpetra casi a nivel inconsciente.

 

III.- Del culto del laburo

Pero tenemos que insistir: si la derrota es cultural, también lo es la resistencia. Porque ambas frases pregonan tácitamente el espíritu que se rebela a los modos ajenos e impuestos. Donde la oligarquía y la burguesía (in)nacionales se apuraron siempre a calificar incapacidad y vagancia (omitiendo que es por su egoísmo y otras varias defecciones que, a pesar de la habilidad e inteligencia disponibles, no se ha conseguido aún establecer sólidamente una industria nacional), parece más lógico, más justo también, percibir un modo particular de abordaje del desafío, un estilo propio. Claro que, para esto, conviene adherir a la idea de que la ta- rea ejecutada para conseguir el sustento es susceptible, a la vez, de “realizar” socialmente al sujeto o de contribuir a ello

¿O este argumento –dentro del sistema capitalista en vigencia– es válido sólo para ídolos deportivos, empresarios, artistas y otros elegidos, en tanto para los trabajadores queda el ominoso y excluyente rol/función de la explotación? Esa es la visión que desarrolló “científicamente” el marxismo en los ámbitos teóricos, que, además de no agotar o abarcar la totalidad de la condición del trabajador y (mucho menos) las multiplicidades que componen la realidad, argumenta que esa condición sólo sirve para “realizar” al sistema que dicha corriente de pensamiento combate. Independientemente de adhesiones y visiones, el ser humano significa desde y por su hacer.

Ambas sentencias son claras, asimismo, en ese aspecto: no se trabaja sólo por dinero.

Se entiende que las actividades con mayor porcentual “artesanal” favorecen un aporte superior del estilo individual, lo que es susceptible de expresar a quien lo desem- peña más allá de la paga que recibe. En tanto, las tareas mecánicas y repetitivas donde la incidencia del sujeto está tan reducida que el mismo resulta invisible ofrecen una ecuación donde la importancia de la remuneración crece en desmedro del factor “realización”. Pero aun esta última situación se compensa si los esfuerzos individuales están contenidos dentro del esfuerzo colectivo. No un sector sacrificado en beneficio de otro/s sino, en cambio, el esfuerzo de todos los sectores en beneficio de la totalidad. Trabajadores = Pueblo = Nación.

Importa establecer el potencial de una fuerza de trabajo que se retroalimenta en los logros que alcanza el pueblo que la contiene. Re-significar en lo propio admite y exige una estética propia.

Por lo expuesto hasta aquí, es claro que al laburante nacional –en su vasta heterogeneidad– le ha resultado más sencillo demostrar su espíritu de lucha, su coraje, su templanza y su retobado sentido de pertenencia que expresar–más allá del ámbito personal y familiar– el orgullo (y hasta la jactancia, por qué no) por el sentir con que aborda y se apropia de un hacer, de un saber hacer, por su habilidad y adaptabilidad, por su sentido de la estética.

El paisaje produce otros sentires. ¿Cómo no va a exigir otros modos?

Apropiado y propio de esta tierra, sin cosquillas como el caballo “indio” y, como él, conocedor del terreno que pisa y dueño de su paso, el trabajador argentino ha sido históricamente explotado y escasamente reconocido. Paradójicamente o no, esta mano de obra es justipreciada cuando emigra.

Digo “dueño de su paso” porque a partir del arribo de Perón a la Secretaría de Trabajo y Previsión, en 1944, cuando se comenzó a revertir la situación de explotación mediante el primer gran reconocimiento, el espíritu de cuerpo de la clase trabajadora no ha escatimado esfuerzos para reivindicar sus derechos, a pesar de las traiciones que sistemáticamente se han materializado en distintas etapas de nuestra historia.

Vaya un ejemplo (de la historia) reciente: el auge de la revolución tecnológica encontró a nuestro país a merced del neoliberalismo, cuyos paradigmas agigantaron la brecha que nos separaba de los países desarrollados, profundizaron la dependencia, devastando la propia capacidad productiva y otros tantos nefastos etcéteras que sumieron al pueblo y los trabajadores en una profunda confusión e, incluso, depresión. Sin embargo, bastó un talón afirmado en la tierra desde el poder soberano –como es menester para contrarrestar el golpe adversario y preparar el ata- que propio– para que la cultura nacional del trabajo y sus mejores cultores, los laburantes, se pusieran de pie y acti- varan una recuperación de ribetes heroicos, quizá porque la política sucede a partir de la cultura (toda la cultura, pero sobre todo esa que fermenta en agentes identitarios subyacentes) y aquella falaz inversión de los términos que puso a la economía por sobre ambas estaba condenada a esfumarse en cuanto la política se recuperara retroalimentada en/con la cultura.

Es lo que comienza a percibirse claramente ahora que la inversión actual en tecnología, más la proyectada por la Administración del Estado Nacional hasta 2020 (que constituye tal vez la última oportunidad de consolidar una industria y una burguesía nacionales), augura un momento para el trabajo nacional que –enfrentando intereses particulares, y sin “neutralidades”– apunta a generar condiciones de empleo genuino y pleno.

Con el apoyo y el accionar responsable de todos los sectores involucrados, la Argentina tiene la oportunidad histórica de resolver muchas asignaturas pendientes: disminuir el trabajo informal, terminar con el trabajo infantil, eliminar las situaciones de explotación, homologar derechos y remuneración sin distinción de género, raza o condición social y geográfica (porque las leyes nacionales deben abarcar toda la extensión del país, sin excepción de feudos ni republiquetas) y, además, resarcir las frustraciones acumuladas de esa estética popular de la que mi abuelo y mi tocayo –entre tantos millones– fueron y son fieles exponentes, haciendo oídos sordos a ese otro latiguillo tilingo que señala: “acá lo que pasa es que nadie quiere laburar…” 

sábado, 4 de julio de 2020

CRIOLLITO DE CUARENTENA



Armé una lista de reproducción en mi canal de youtube, con los temas que vine grabando así "a la criolla", por si los quieren escuchar todos juntos.
Que les aproveche. ¡Salud!
 

lunes, 25 de febrero de 2019

Pajarillo verde vs. aves rapaces o QUEREMOS TANTO A CECILIA TODD



Nos llega a muchos que ojalá seamos suficientes, su suave voz, su humilde tono... tan de sorpresa y tan urgente, solicitando el envío de un mensaje grabado que consigne que “la Paz es Ya” para Venezuela. Para el sur de América toda.
Que “la cosa está muy fea”, dice esa voz que antes, siempre, ha encendido el paisaje para rescatar lo humano. Sin protestas pueriles, sin énfasis obvios; criollamente. Mujeres y hombres, niñerío y viejaje, descritos amorosamente en su maravilla, su rudeza y su injusticia, como es natural que sea, si es canto popular. Y de su tierra.
Amorosa, sufrida y heroica tierra de Bolívar.

Cumplimos con el pedido pero queremos agregar algo, casi de tono personal…
Te queremos tanto Cecilia. Aunque “un indio sólo nos pueda dar una ensarta de cangrejos, y eso, cuando llueva”… Te queremos porque nos animaste a querer al indio. A querernos indios y a necesitarnos... Para ser este “nosotros” que se mezcla orgullosamente y no se disfraza de atracción turística u ONG ni responde a la presión de los sellos discográficos para gorjear al ritmo del aleteo rapaz.

La Paz es Ya

Te queremos tanto Cecilia porque no queremos ya más que “los grillos que nos quitan nos los vuelvan a pegar”. Devenidos de las luchas por la libertad –que ese es el origen de lo que se da en llamar pueblo suramericano y no la raza o la proveniencia geográfica– los venezolanos Chavistas, los brasileños Lulistas, los bolivianos Evistas, los argentinos Peronistas/Kirchneristas, los uruguayos “Pepistas”, los ecuatorianos Correístas, y tantos hermanos y hermanas de América del sur que aún esperan y sueñan con la Patria Grande, queremos a los yanquis fuera de nuestro territorio, fuera de nuestro contorno geográfico y de nuestro espacio simbólico.
Saquen sus garras de Venezuela. 

La Paz es Ya.

Te queremos tanto Cecilia porque “nos quieren quitar la sola vida que tenemos”. Porque quieren empezar por Venezuela, quitándole y quitándonos la Patria. Quitándonos la paz que siempre hemos defendido ante el apetito insaciable de esos “hombres de negro” del norte tóxico del continente. Ninguna alegoría a los pájaros o a la naturaleza es justa ni adecuada… No hay nada en la tierra que explique la ignominia de USA y sus secuaces, sicarios, mayordomos y esclavizados que están entre nosotros.

La Paz es Ya. Saquen sus manos de Venezuela.

Te queremos tanto Cecilia porque tu canto es el nuestro. Es el canto que pervive más allá de cualquier escenario. El digno, el que quiere genuinamente la Paz pero no se enloda para preservarla porque sabe que sin Justicia social, no hay paz duradera.
Pedimos la Paz, la reclamamos como capital propio, pero no vamos a perseguirla a costa de nuestra sumisión a los intereses de la “Célebre Peste del Mundo”, que constituyen el Presidente de EEUU, su Departamento de Estado, y el resto de los "Men in black"
Saquen sus garras de Venezuela
La Paz es ya.
Te queremos tanto Cecilia...