El protagonista es un joven escritor que busca editar su primer libro, llamado igual que la película. Detesta sin tapujos el medio en el que ha nacido y vive, y no se lleva bien con su familia, especialmente con su padre que es un maestro enredado en deudas de apuestas y algo soñador. Por ejemplo, el tipo quiere sacar agua de un pozo que cava en la ladera de un cerro, a pesar de que todos en el pueblo le dicen que no hay manera de sacar agua de ahí.
Nuestro joven y malhumorado protagonista (el hijo del maestro) es un caminador, lo que le permite a Ceylan cruzarlo con los demás personajes en hermosos, aunque con frecuencia también inclementes paisajes, y despuntar esos formidables diálogos que acostumbra en sus películas. Un gran caminador que, luego de un largo y duro proceso de maduración, cambiará sus puntos de vista respecto de cuanto lo rodea… Como la vida misma.
Bien, el asunto es que el lunes salió el sol y se me dio por emular eso de las caminatas. El plano reticular de mi pueblo se presta para eso y, cuando el clima lo permite, caminarlo resulta un excelente ejercicio para despejar perezas físicas y mentales. Paso tras paso, voy recordando muy vívidas las impresiones que me dejó la película. Desde las peripecias para escribir y editar donde casi no existen lectores, hasta los delirios de grandeza del joven escritor, con el que no puedo más que identificarme; y maldita la gracia que me hace.
Como en espejo, pienso que yo siempre creí estar en movimiento y que el lugar al que pertenezco (si es que eso existe), estaba quieto, demasiado quieto… Por no sé qué cambio de enfoque (todavía no lo descubro, quizá sea una nimiedad que se filtró en el diálogo interno, sutil pero corrosiva como las situaciones que construyen a base de intercambio de opiniones, los personajes del director turco), me parece ahora todo lo contrario. El que ha estado quieto soy yo (tal vez demasiado quieto) y lo que se mueve es este lugar.
Claro que el movimiento no es lineal ni progresivo por lo que no le caben las usuales categorías de atraso o adelanto social, cultural y etcéteras. El movimiento en que se encuentra este lugar que habito, tiene que ver con las cosas inconclusas, como una casa sin terminar o un pozo a medio cavar. Y mi quietud o "quietismo" pasaría por la falta de comprensión de ese tipo de desarrollo.
No sé si descubro algo, pero el hecho de ir pensando hace que me autofustigue menos, y más por el hecho de pensar que por lo que el pensamiento arroja como conclusión, también transitoria o inconclusa, quizá.
Vengo al tranco firme de vuelta por el callejón de la bodega y al cruzar la vía, doblo por la calle de tierra hacia el poniente. A las tres cuadras voy pasando frente a la biblioteca popular del pueblo que funciona en un ala lateral del edificio del colegio de las monjas donde estudié. Considero una invitación el hecho de que una de las puertas esté abierta y entro.
Las bibliotecarias, dos maestras jubiladas, se alegran de verme (supongo que tanto como lo hacen con cualquier otro parroquiano que se acuerde que existen), y me preguntan solícitas por lo que necesito, a la vez que ofrecen lo que han recibido como novedades. Entre los comentarios y las recomendaciones se les filtra en la charla una confesión. Se les han desaparecido los tomos de la colección de “Las Sombras de Grey”. No sabemos quién se los llevó, pero no están, se esfumaron, me dicen casi a dúo. ¿Pero no se acuerdan quien los retiró o no lo anotaron?, digo como para no desentonar con lo alarmadas y divertidas que suenan. Son libros pícaros me dice una. Eróticos, replico yo, y agrego con malicia: ¿no habrán sido las monjas? No, se los llevaron sin que supiéramos dice una. No quedaron, dice a la vez, la otra. ¿Qué cosa? digo confundido. Monjas, pues, dice la segunda sonriendo. ¡Ah!, digo, bueno alguien se motiva con libros… no está tan mal ¿no les parece? Se ríen con la picardía silvestre de acá.
Salgo con una antología personal de Piglia donde aparece su ensayo sobre la conferencia de Grombowicz: “Contra los poetas”, en la que el polaco, grosso modo, sostiene que no hay nada en el lenguaje que lo haga esencialmente poético salvo la disposición del lector a leer poesía. Me parece una boutade muy de gente leída y “sobre-escribida”, pero debo recordar no manifestarlo en público. Y mucho menos en esta sensación de personaje que viene embargándome en los últimos tiempos; yo que me autoproyecté tanto como autor.
Creo que para la noche tendría que elegir una película liviana, una distopía quizá, que juegue con los tiempos de un pueblito rural donde casi no hay lectores, pero se pierden los libros eróticos, y los tipos que intentan escribir, se meten solos al pozo de donde no hay caso que quiera salir agua.
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