martes, 21 de agosto de 2007

Olores PASAJEROS

Una nube de olorcito a chorizo asado se subió al colectivo en la parada que está junto al carrito del choripanero. Como hacía mucho frío todas las ventanillas iban cerradas así que la nubecita se acomodó en el interior, casi pegada al techo y a medida que el viaje se desarrollaba fue posándose en los pasajeros, rebotando suavemente como lo hacen las pompas de jabón...
Antes de iniciar el viaje,  el chofer había limpiado el piso del colectivo con un detergente de Hierbas del Bosque y ese era el otro aroma que viajaba junto con los pasajeros...

Algunos tomaron de buen grado el olorcito a chorizo, pues les avivaba el hambre que saciarían en cuanto llegaran a casa. A otros en cambio no les gustó nada. Preferían el olor del detergente que era más limpio y daba una idea de “frescura natural”...

A los hinchas del olor a chorizo, esa sensación de frescura no hacía más que aumentarles el frío del invierno, mientras que los que preferían el olor a hierbas pensaban que el otro olor era vulgar y sucio de humo y que los chorizos seguramente serían de mala calidad y por eso, perjudiciales para la salud...

Mientras tanto los olores allí presentes ya se habían presentado...
Cuando el olorcito a chorizo sintió todos estos pensamientos -porque los olores, como andan en el aire pueden hasta escuchar los pensamientos- le dijo al de Hierbas del Bosque: 
- Mirá, yo soy un olor a chorizo... No sé si el chorizo es bueno o malo, si hace bien o mal, si está cocido o crudo... Yo no soy un chorizo... Soy nada más -y nada menos- que un muy buen olor a chorizo asado...
El de Hierbas le contestó que tenía razón. A él le había ocurrido algo parecido. Lo habían metido en un envase plástico junto con un líquido detergente para que se complementaran limpiando y perfumando... Pero él no era un detergente ni tenía ninguna intención de limpiar nada. Era un riquísimo perfume de Hierbas del Bosque y como tal quería andar por el aire, no envasado en una botella -mojado y apretado- o como ahora atrapado, estrujado y aplastado por tanta gente... 

Al escucharlo, la nubecita choricera se estiró como tendiéndole las manos. El de Hierbas se aferró a ella y con un respingo se terminó de despegar del suelo... Entonces flotaron juntos hasta llegar a la puerta de bajada. Apenas se detuvo el colectivo se bajaron y se fueron de la mano lo más campantes y perfumantes a viajar en el mejor vehículo que tienen los olores: el viento.
Algunos pasajeros pensaron que los olores se mezclaron y confundieron... Pero, en realidad, los únicos confundidos eran sus pensamientos...

viernes, 27 de julio de 2007

Soñar, SOÑAR...

A pesar de la fragilidad que trasmite lo manoteo para sacarlo de la sala donde estamos rodeados de cierta gente que me resulta molesta. Quiero manifestarle mi admiración, que tiene algo de arrepentimiento por haberlo juzgado tan livianamente en el pasado… Es Leonardo Favio y cuando me paro a su lado y lo tomo de la mano me parece tan pequeño que tengo que ralentar el paso para que me acompañe afuera donde cae una llovizna cristalina y deja su pátina brillante sobre la tierra… Parece de temporal –pienso, y recuerdo que el también es mendocino- pero lo incongruente es que hace calor… nos paramos a la orilla de la calle y ahí mi Favio niño se vuelve cada vez mas pequeño. Cuando consigo decirle que el sí que los cagó a todos con una obra que tiene la coherencia que se retroalimenta de su propia vida y, además, una incontrastable identidad nacional, Leonardo Favio es un chiquito de unos dos años -cuando mucho- que acuclillado hace pis sobre el agua que tapiza la calle y me mira travieso mordiéndose la lengua asomada al costado de la boca… Entiendo que haciéndose niño se va mas allá del bien y del mal, nada le importa ahora, ni la obra, ni los demás, me digo…
La calle se puebla de niños y viejos, el agua ha subido su nivel.
Descubro a la vez a mi abuela Lina bañándose en medio de esa calle-lago y a la música, una melodía que llora en voces de mujer…
Se me olvida el niñito y corro a abrazar a la Lina que está tan flaquita y doblada, cubierta con un camisón como de lienzo… Nos abrazamos llorando bajo el agua, el pelo se le hace más largo, le acaricio la cara y totalmente sumergidos le seco -imposiblemente- sus agradecidas lágrimas de alegría. Con cada abrazo ella también rejuvenece…

Me levanto a descubrir en la guitarra esa melodía en menor… Son las tres y media de la madrugada y hace un frío machazo en el invierno de Buenos Aires. Antes de volver a la cama me acuerdo del aniversario de la muerte de Evita y del aplauso a Favio en el discurso de lanzamiento de campaña de Cristina Fernández…

Bueno, no pienso llamar a Mendoza, a ver si todavía me enteran que la Lina se ha ido nomás para siempre…

viernes, 15 de junio de 2007

El ángulo del ÑANDÚ

Le comento al amigo Sergio Lobo que me topé con Ariel Gato (parece joda, pero esos son sus apellidos) y ante la consabida consulta de ¿cómo andás? me salió decirle que estaba en el año del ñandú. Es decir, suponiendo que la condiciones actuales tengan un plazo que, como a capriccio, concluyan con el año en curso y por esta ¿estrategia? de meter la cabeza bajo tierra… de querer guardarse, abrirse, reponerse…
A lo que el amigo Lobo, esa suerte de predador solitario de los bosques, a diferencia del felino primero que respondió con delicada discreción, me aporta que lo jodido del ñandú -no conforme con tragarse cualquier tipo de objeto, digerible o no- es el ángulo que elige para esconder la cabeza, que permite que el culo le quede apuntando a todo lo que le quiera llegar…
Además –se pregunta y me provoca- ¿Cómo explican los especialistas esa infantil (y suicida) actitud de creer que si no ve, no será visto?
Se me representa una de esas melindrosas voces de documental, que sobre cámara lenta, relata:
"el Rhea pennatta mete su cabeza bajo la arena y traga de todo, incluidas piedras y arena, para moler el alimento en su estómago"...
a la vez que recuerdo que -según la manía china de medir el tiempo- soy conejo y que -considerando todo lo que mezquina el sistema al que pertenecemos- soy habitué de un sentimiento que se duele de todas las miserias…
Debo concluir que -mas allá de los plazos- nada bueno se puede augurar de quien siendo un conejo, anda sintiéndose como una rata y se demora en la práctica del ángulo del ñandú...

miércoles, 23 de mayo de 2007

Picado en la NACIONAL

La picaban los mejores, para que fuera parejo, y éramos como 30 cada siesta de los sábados. La canchita pertenecía al predio de la escuela nacional, que ocupaba –y ocupa aún- toda una manzana, donde además estaba la casa del maestro y su familia. En esa escuela -la primera que hubo en el pueblo- estudiaron casi todos nuestros padres y estudiaban muchos de los jugadores que allí nos juntábamos.
Después del terremoto del ‘29 la reconstruyeron con el nombre de “Argentinos-Uruguayos”, porque la plata para las obras la sacaron de un par de partidos amistosos entre las selecciones de fútbol de ambos países. Es posible –por la fecha y lo que cuenta Galeano en “El fútbol a sol y sombra”- que en uno de estos partidos se haya convertido aquel gol desde el corner, sin que nadie la tocara, y que fue bautizado como “Olímpico” por el titulo de campeón que detentaban los charruas.
Argentinos-Uruguayos, crecimos oyéndolo y leyéndolo así, como dos calificativos complementarios, no distintivos. Me acuerdo que en uno de los cines del pueblo -el Atuel- pasaron una vez “Los Gauchos Judíos”, y yo asociándolo creí que como había gauchos judíos también había argentinos uruguayos...
Con el tiempo vi que no andaba muy errado.
La cancha tenía algunas zonas blandas que generaban unos nubarrones de polvo donde era dificultoso ver, pero resultaban ideales para arremeter contra los más habilidosos, con pocos reparos por su integridad física. Como contrapartida, al costado donde daba la sombra de los eucaliptos le correspondía un fino y áspero manto de coquitos que te arañaban lindo cada vez que ibas al suelo. Ambos factores combinados contribuían al aspecto de indio volviendo del malón que mi vieja mencionó alguna vez al vernos llegar en patota por el medio de la calle central del pueblo.
Ahí vi jugar al Marquitos Maroa que no había quien se la quitara, y después al Pepe Ríos y al Indio Talacasto, que en realidad se apellidaba Leguizamón, pero había heredado el apodo del padre que le daba duro al tintillo. Como cuando lo conocí en el baby fútbol, éramos muy chicos, tardé un tiempo largo en saber que “Talacasto” era una marca de vino y recién cuando nos encontramos en la 5ª del club lo asumí rebautizado con su verdadero apellido. También solían caer el Pichón Álvarez y el Angélo (así, con acento en la e), el Mono Nahuel, el Ganso Freire que iba a mi mismo grado y después jugó profesionalmente en San Martín de San Juan.
Todos jugadores de dominio, panorama y pelotas bien puestas en todo sentido, aunque en honor a la verdad hay que decir que el Pepe era medio vago y el Indio medio taimado, y el Angélo –pobre- medio animal... Todos -así a la distancia y en al evocación- buena gente.
Ahí también, mamó uno la concepción del juego y se grabó de manera indeleble una forma de sentir el fútbol (de entender -dicen algunos- pero yo les desconfío). Las faltas las cobraban los protagonistas de la jugada. No hacía falta árbitro. Los penales, para existir, debían ser provocados por alguna acción muy fulera, alebosa y desleal. Además después, se tiraban afuera o con desgano o a las manos del arquero, porque de penal lo hace cualquiera. Parece mentira lo que se festeja ahora cuando un “artillero” le pega fuerte al medio y “burla” la elección del arquero. Lo otro es que, como el partido se sabía generoso de goles, estos no se gritaban. Bueno… a veces, por ahí, salía alguno calentando o queriendo calentar contrarios y se auto festejaba la conquista, pero era mas común otro tipo de desenlace: el que la empujaba adentro era saludado con un “bien” o “buena” de sus compañeros, o un toque al pasar, como una caricia en la sabiola si la jugada lo ameritaba, y se iba en silencio mas o menos satisfecho según la factura del tanto.
Con el tiempo supimos que a eso se le llamaba potrero, y que algunos pocos profesionales ostentaban el prestigio de haberse forjado allí; lo que se evidenciaba cuando ante la opción: resolución segura o audacia lírica en una jugada, se elegía la segunda, aún a costa de perder un partido, una conquista o la simple posesión de la redonda.
El picado de la tarde de los sábados le daba a ese día su lugar en el calendario, y al pueblo su permiso de animación, su entrada a la fiesta. Don Bastías habría el bar de enfrente, a eso de las seis de la tarde y después de regar la vereda se acomodaba en su silla petisa a ver el final del partido si había dos equipos, o de los partidos -que si habían mas equipos- se jugaban a un gol o a diez minutos…en este sistema el cero a cero, mantenía al ganador del partido anterior. A veces el camión regador –mejor dicho, su chofer- se estacionaba en medio de la calle para sumarse al interés de los espectadores que sentados en troncos o sobre la bici, apoyados o colgando del alambrado circundante colmaban la platea de atrás del arco. La vereda de Bastías entonces, perdía sensiblemente el privilegio panoramico, hecho que los parroquianos mitigaban con algún tempranero vasito de vino de la casa y una canción que la única fonola del pueblo –aún funcionando- le devolvía a cambio de una moneda de diez, o de cincuenta…
(Con todas las veces que cambió el peso ya no me acuerdo… )

Llamados quizá por una especie de mística que devenía de la mezcolanza de edades, del número de participantes y de todo el espectro socio cultural pueblerino representado, los jugadores de la primera del Club Villa Atuel solían tirarse una cana al aire, trenzándose entre nosotros un día antes de su desafío oficial. A la noche, otra clase de mística, mas de bailongo digamos, los hacía tirarse otras canas y perder seguramente más de un atributo de fuerza viril, pero la verdad era que las más de las veces, en la cancha, eso no se notaba.
Lo digo porque los del picado sabatino, éramos también la hinchada dominguera. No teníamos bombo pero el Bocha, mi primo, (le decíamos "Bochini" porque es de Independiente, y en la primera semana de su secundario un preceptor inclemente le sacudió 10 amonestaciones) se fabricó una matraca de madera que metía un quilombo bárbaro y al tiempo ya teníamos tres o cuatro repartidas en la barra.
La pasábamos bien en la tribuna pero esos partidos eran para ver, eran otra cosa, por más emotivos que fueran, siempre nos resultaban cortos. Nosotros estábamos acostumbrados a jugar hasta que el sol se ubicara en el hueco que se hacía justo bajo la copa de los eucaliptos y sobre los techos de las casas de la diagonal que va para la Vasconia. En ese momento, y sin que importara el estado del tanteador alguien gritaba último gol gana y se consumían el tiempo y la energía restantes, entre sobradoras jugadas personales y algunos “tacles” voladores, que dejaban algunos revolcados, muchas carcajadas y sendas nubes de tierra que se elevaban, buscando ser atravesadas también ellas como las del cielo, por los últimos rayos solares del sábado.

martes, 22 de mayo de 2007

Area 58

De alguna extraña manera pero con un método que dominamos con precisión, estamos jugando al fútbol sobre el agua. No en una superficie barrosa o inundada, sino que literalmente corremos sobre la superficie líquida del mismo modo que aquel que inició la cuenta de nuestro años, caminara sobre el mar para asombro de sus descreídos discípulos.
La escena se desarrolla sobre un manso oleaje y -como suele pasar en los sueños- se expande hacia los contornos y varía su centro con una velocidad indeterminada e imprecisable. El peso temporal de la acción es mucho mayor que lo que se tarda en narrarla…
El caso es que llevo en mis pies la pelota, hago lo que más me gusta en este juego, comando la acción. Observo la posición de mis compañeros, les grito que vamos juntos y que esta jugada termina en gol… Es un convencimiento que emana de mis movimientos y se transmite como certeza. Sé -sabemos todos- que debo esperar que me salga el último defensor para filtrar el pase entre él y el arquero que lo sigue, esto es inminente, pero al segundo paso que he dado en esa intención, noto al levantar la cabeza, que el arco rival está ahora más lejos… Tan lejos que dejo de verlo mientras trato de conservar el dominio sobre la pelota…
Caigo en la cuenta que el arco al que propendemos está del otro lado del mar, la otra orilla… se juega de costa a costa… me dice una voz o algo y automáticamente pierdo la pelota luego el equipo y acto seguido la capacidad de correr sobre el agua…
Ahora camino con el agua a la altura del pecho y las manos sumergidas –los codos hacia arriba, los dedos abiertos- buscando, palpando… No es la pelota lo redondo que toco, sino la cabeza de un cadáver que deriva unos veinte centímetros bajo la línea de flotación… El agua y el cuerpo tienen un reflejo azul oscuro. El ahogado va serenamente boca abajo y las yemas de sus dedos apuntan blancas, muy blancas, hacia arriba…
Al despertar abandono con pesar un muerto de manos luminosas y una cancha en la que jugaría con gusto este picado de mi vida… Después, ya inserto en la mortal vigilia, sabré por un vecino que soñar con el ahogado es motivo para apostar al 58 y pensaré que no hay forma de marcar un gol si se te corre así el arco…
Se podría agregar que jugadores y ahogados se van relevando en ese fantástico campo (santo) de juego, pero prefiero parar con las analogías.