miércoles, 23 de mayo de 2007

Picado en la NACIONAL

La picaban los mejores, para que fuera parejo, y éramos como 30 cada siesta de los sábados. La canchita pertenecía al predio de la escuela nacional, que ocupaba –y ocupa aún- toda una manzana, donde además estaba la casa del maestro y su familia. En esa escuela -la primera que hubo en el pueblo- estudiaron casi todos nuestros padres y estudiaban muchos de los jugadores que allí nos juntábamos.
Después del terremoto del ‘29 la reconstruyeron con el nombre de “Argentinos-Uruguayos”, porque la plata para las obras la sacaron de un par de partidos amistosos entre las selecciones de fútbol de ambos países. Es posible –por la fecha y lo que cuenta Galeano en “El fútbol a sol y sombra”- que en uno de estos partidos se haya convertido aquel gol desde el corner, sin que nadie la tocara, y que fue bautizado como “Olímpico” por el titulo de campeón que detentaban los charruas.
Argentinos-Uruguayos, crecimos oyéndolo y leyéndolo así, como dos calificativos complementarios, no distintivos. Me acuerdo que en uno de los cines del pueblo -el Atuel- pasaron una vez “Los Gauchos Judíos”, y yo asociándolo creí que como había gauchos judíos también había argentinos uruguayos...
Con el tiempo vi que no andaba muy errado.
La cancha tenía algunas zonas blandas que generaban unos nubarrones de polvo donde era dificultoso ver, pero resultaban ideales para arremeter contra los más habilidosos, con pocos reparos por su integridad física. Como contrapartida, al costado donde daba la sombra de los eucaliptos le correspondía un fino y áspero manto de coquitos que te arañaban lindo cada vez que ibas al suelo. Ambos factores combinados contribuían al aspecto de indio volviendo del malón que mi vieja mencionó alguna vez al vernos llegar en patota por el medio de la calle central del pueblo.
Ahí vi jugar al Marquitos Maroa que no había quien se la quitara, y después al Pepe Ríos y al Indio Talacasto, que en realidad se apellidaba Leguizamón, pero había heredado el apodo del padre que le daba duro al tintillo. Como cuando lo conocí en el baby fútbol, éramos muy chicos, tardé un tiempo largo en saber que “Talacasto” era una marca de vino y recién cuando nos encontramos en la 5ª del club lo asumí rebautizado con su verdadero apellido. También solían caer el Pichón Álvarez y el Angélo (así, con acento en la e), el Mono Nahuel, el Ganso Freire que iba a mi mismo grado y después jugó profesionalmente en San Martín de San Juan.
Todos jugadores de dominio, panorama y pelotas bien puestas en todo sentido, aunque en honor a la verdad hay que decir que el Pepe era medio vago y el Indio medio taimado, y el Angélo –pobre- medio animal... Todos -así a la distancia y en al evocación- buena gente.
Ahí también, mamó uno la concepción del juego y se grabó de manera indeleble una forma de sentir el fútbol (de entender -dicen algunos- pero yo les desconfío). Las faltas las cobraban los protagonistas de la jugada. No hacía falta árbitro. Los penales, para existir, debían ser provocados por alguna acción muy fulera, alebosa y desleal. Además después, se tiraban afuera o con desgano o a las manos del arquero, porque de penal lo hace cualquiera. Parece mentira lo que se festeja ahora cuando un “artillero” le pega fuerte al medio y “burla” la elección del arquero. Lo otro es que, como el partido se sabía generoso de goles, estos no se gritaban. Bueno… a veces, por ahí, salía alguno calentando o queriendo calentar contrarios y se auto festejaba la conquista, pero era mas común otro tipo de desenlace: el que la empujaba adentro era saludado con un “bien” o “buena” de sus compañeros, o un toque al pasar, como una caricia en la sabiola si la jugada lo ameritaba, y se iba en silencio mas o menos satisfecho según la factura del tanto.
Con el tiempo supimos que a eso se le llamaba potrero, y que algunos pocos profesionales ostentaban el prestigio de haberse forjado allí; lo que se evidenciaba cuando ante la opción: resolución segura o audacia lírica en una jugada, se elegía la segunda, aún a costa de perder un partido, una conquista o la simple posesión de la redonda.
El picado de la tarde de los sábados le daba a ese día su lugar en el calendario, y al pueblo su permiso de animación, su entrada a la fiesta. Don Bastías habría el bar de enfrente, a eso de las seis de la tarde y después de regar la vereda se acomodaba en su silla petisa a ver el final del partido si había dos equipos, o de los partidos -que si habían mas equipos- se jugaban a un gol o a diez minutos…en este sistema el cero a cero, mantenía al ganador del partido anterior. A veces el camión regador –mejor dicho, su chofer- se estacionaba en medio de la calle para sumarse al interés de los espectadores que sentados en troncos o sobre la bici, apoyados o colgando del alambrado circundante colmaban la platea de atrás del arco. La vereda de Bastías entonces, perdía sensiblemente el privilegio panoramico, hecho que los parroquianos mitigaban con algún tempranero vasito de vino de la casa y una canción que la única fonola del pueblo –aún funcionando- le devolvía a cambio de una moneda de diez, o de cincuenta…
(Con todas las veces que cambió el peso ya no me acuerdo… )

Llamados quizá por una especie de mística que devenía de la mezcolanza de edades, del número de participantes y de todo el espectro socio cultural pueblerino representado, los jugadores de la primera del Club Villa Atuel solían tirarse una cana al aire, trenzándose entre nosotros un día antes de su desafío oficial. A la noche, otra clase de mística, mas de bailongo digamos, los hacía tirarse otras canas y perder seguramente más de un atributo de fuerza viril, pero la verdad era que las más de las veces, en la cancha, eso no se notaba.
Lo digo porque los del picado sabatino, éramos también la hinchada dominguera. No teníamos bombo pero el Bocha, mi primo, (le decíamos "Bochini" porque es de Independiente, y en la primera semana de su secundario un preceptor inclemente le sacudió 10 amonestaciones) se fabricó una matraca de madera que metía un quilombo bárbaro y al tiempo ya teníamos tres o cuatro repartidas en la barra.
La pasábamos bien en la tribuna pero esos partidos eran para ver, eran otra cosa, por más emotivos que fueran, siempre nos resultaban cortos. Nosotros estábamos acostumbrados a jugar hasta que el sol se ubicara en el hueco que se hacía justo bajo la copa de los eucaliptos y sobre los techos de las casas de la diagonal que va para la Vasconia. En ese momento, y sin que importara el estado del tanteador alguien gritaba último gol gana y se consumían el tiempo y la energía restantes, entre sobradoras jugadas personales y algunos “tacles” voladores, que dejaban algunos revolcados, muchas carcajadas y sendas nubes de tierra que se elevaban, buscando ser atravesadas también ellas como las del cielo, por los últimos rayos solares del sábado.

martes, 22 de mayo de 2007

Area 58

De alguna extraña manera pero con un método que dominamos con precisión, estamos jugando al fútbol sobre el agua. No en una superficie barrosa o inundada, sino que literalmente corremos sobre la superficie líquida del mismo modo que aquel que inició la cuenta de nuestro años, caminara sobre el mar para asombro de sus descreídos discípulos.
La escena se desarrolla sobre un manso oleaje y -como suele pasar en los sueños- se expande hacia los contornos y varía su centro con una velocidad indeterminada e imprecisable. El peso temporal de la acción es mucho mayor que lo que se tarda en narrarla…
El caso es que llevo en mis pies la pelota, hago lo que más me gusta en este juego, comando la acción. Observo la posición de mis compañeros, les grito que vamos juntos y que esta jugada termina en gol… Es un convencimiento que emana de mis movimientos y se transmite como certeza. Sé -sabemos todos- que debo esperar que me salga el último defensor para filtrar el pase entre él y el arquero que lo sigue, esto es inminente, pero al segundo paso que he dado en esa intención, noto al levantar la cabeza, que el arco rival está ahora más lejos… Tan lejos que dejo de verlo mientras trato de conservar el dominio sobre la pelota…
Caigo en la cuenta que el arco al que propendemos está del otro lado del mar, la otra orilla… se juega de costa a costa… me dice una voz o algo y automáticamente pierdo la pelota luego el equipo y acto seguido la capacidad de correr sobre el agua…
Ahora camino con el agua a la altura del pecho y las manos sumergidas –los codos hacia arriba, los dedos abiertos- buscando, palpando… No es la pelota lo redondo que toco, sino la cabeza de un cadáver que deriva unos veinte centímetros bajo la línea de flotación… El agua y el cuerpo tienen un reflejo azul oscuro. El ahogado va serenamente boca abajo y las yemas de sus dedos apuntan blancas, muy blancas, hacia arriba…
Al despertar abandono con pesar un muerto de manos luminosas y una cancha en la que jugaría con gusto este picado de mi vida… Después, ya inserto en la mortal vigilia, sabré por un vecino que soñar con el ahogado es motivo para apostar al 58 y pensaré que no hay forma de marcar un gol si se te corre así el arco…
Se podría agregar que jugadores y ahogados se van relevando en ese fantástico campo (santo) de juego, pero prefiero parar con las analogías.